viernes, 9 de enero de 2009

Castañas pilongas

Cuando las nieves caen sobre Tellerda, el paisaje se pinta suave y las laderas de Cotiella pierden su verdor hasta la primavera. Pero las calles se hielan y la vida se torna más dura. Las gentes se refugian en la soledad de sus casas, esperando que vuelva a crecer la albahaca cuando la blancura se derrita. Y fue en uno de los inviernos más largos y gélidos que se recuerdan cuando transcurrió la historia que hoy les quiero contar.

Anselma vivía en la calle que sube hacia las parideras desde la plaza Mayor, junto a la de Francisca Arista, quien tuvo la única carnicería del pueblo. Ambas llevan ya varios años viviendo solas, una por quedarse viuda, la otra por no casar y morir su hermano. Desde entonces comparten prácticamente sus vidas, si bien comen y duermen por separado, como es menester de mujeres temerosas del qué-dirán. Cuando el clima lo permite, tras desayunar y aviar las casas, salen a sentarse a la calle, a veces con las agujas de hacer calceta, siempre con la bolsa del pan, para que, cuando el hijo de la Chon baje al horno, pueda subirles una hogaza que ellas se reparten por la mitad. Tras la novela radiofónica vuelven a salir a tomar algo de sol, hasta que en el ocaso entran en el patio, cada día en uno alternativamente, a jugar a las cartas, comentando lo poco nuevo que ha ocurrido en sus vidas. A las nueve en punto, cada una acude a su cocina a calentar el puchero para la cena, y sobre las diez ya están acostadas, que no dormidas, más porque sus ancianos cuerpos descansen que por necesidad de sueño. La vecindad ha propiciado que tan sólo un tabique separe sus camas, así que antes de cerrar los ojos se han acostumbrado a golpear tres veces la pared, para esperar la misma señal por respuesta como mensaje de que todo anda bien al otro lado. Al despertarse, sobre las siete, la primera que vuelve a la vida emite el mismo pom-pom-pom, siendo correspondida inmediatamente e iniciándose un nuevo día.

Sin embargo los inviernos son bien distintos. El estar en la calle se hace imposible y todas las horas se pasan en las cocinas, único sitio donde la lumbre calienta. Son muchos los días que pasan encerradas por una cuarta de nieve, recibiendo tan solo los lunes la visita de Martín, el hijo de la Chon, que les acerca los panes y algo de carne. Y en ese vivir de soledad, el ritual de los golpes en el tabique se repite, día a día, como un pronunciar “sigo viva”. Tan sólo esta rutina se rompe el día de Nochebuena, cuando el hijo de Anselma llega con su mujer a cenar y pasar la celebración, hasta que tras la comida de Navidad, vuelve a Barcelona devolviendo el silencio a la casa que recibirá el pom-pom-pom en los tabiques al anochecer.

Pero aquel invierno Martín anunció al entrar las hogazas, que había carta de Barcelona que venía a decir que ese año la familia de Anselma no iría por Nochebuena, puesto que las pasaban en Mallorca con unos amigos. Francisca se enteró de la noticia, pues el hijo de la Chon le pidió que estuviese pendiente de su vecina al notarle decaer mucho el ánimo, y pasó a visitarla preguntándole que si le parecería bien que cenasen juntas en tan señalada noche, y hasta no tener su consentimiento no se movió de la puerta.

Los quince días que faltaban transcurrieron como los demás, encerradas en sus casas, comiendo costillas de adobo y alimentando la estufa de leña. El 24 de diciembre no nevó pero la temperatura bajó por el viento que entraba desde Francia, así que Francisca tuvo que abrigarse bien y andar con mucho cuidado para recorrer los cinco metros que separan sus puertas, temiendo que un resbalón en el hielo hubiese tirado por el suelo la olla con las castañas que había cocinado para la cena. Anselma atrancó bien la puerta en cuanto su vecina entró, ajustándola con un paño para evitar que el frío entrase por la holgura. La mesa ya estaba puesta, con dos platos, cubiertos, vasos, servilletas, sidra, y pan.

- He traído garbanzos con castañas pilongas. Se las encargué a Martín porque siempre dices que las comes en Nochebuena y que te gustan las que te traen de Barcelona. Estas son de Aínsa, a ver que tal. – dijo Francisca dejando la olla sobre un salvamanteles de esparto que había en el centro de la mesa.

El segundo plato fue un guiso de pollo con pasas, que Anselma sirvió junto con la sidra, mientras escuchaban un programa de variedades. Las almendras garrapiñadas fueron el postre y a eso de las once, Francisca hizo ademán de levantarse para ponerse el abrigo.

Espera un momento – le dijo su vecina, y de la bolsa de las agujas, sacó dos manoplas rojas. – Tómalas. Son por Navidad

Francisca Arista no supo en ese momento recordar la última vez que recibió un regalo, y tal vez por eso una lágrima brotó de sus ojos. Rodeó su cuello con la bufanda, y metió sus manos en tan apreciado presente. Se despidió con gesto corto y mirada fija. Anselma desencajó el paño de la puerta y la abrió, pero antes de que se fuese le cogió del brazo para decirle: – Son muy buenas las pilongas de Aínsa. –

Los días fueron pasando. Pom, pom, pom. Enero se hizo Historia. Pom, pom, pom. Febrero fue vencido. Pom, pom, pom. El primero de marzo, el sol entró por la ventana de Francisca, para calentar tímidamente su almohada y sus arrugadas mejillas. Al abrir los ojos vio como la luz daba vida a su geranio que se desperezaba del letargo. Levantó el puño, como todas las mañanas, y golpeó la pared, pom-pom-pom. No hubo contestación. Debía ser tarde, tal vez se hubiera levantado. No. No lo haría sin dar la señal. Volvió a golpear, esta vez más fuerte. POM, POM, POM. Nada. Se vistió lo rápido que sus brazos pudieron y se abalanzó sobre la puerta, que casi no pudo abrir por lo atrancada de la humedad invernal. Corrió hasta la casa de su vecina y por más que gritó, no consiguió respuesta. A la llamada de auxilio se congregaron varios hombres y fue Martín quien derribó la entrada para encontrar a Anselma tendida muerta en su cama.

Días después, cuando la albahaca reverdeció y las aliagas despuntaron hacia el amarillo, Francisca volvió del colmado donde había recogido el encargo que llegó desde Barcelona. Se le veía más decaída desde que enterraron a su vecina, se ha vuelto más reservada, sale menos a tejer a la calle, y desde hoy, tiene la manía de dormir con un puñado de castañas pilongas en su mesilla.