domingo, 23 de noviembre de 2008

La señal de la cruz





Desde el puesto de la atalaya de Berbegal, Galín mira al sur entornando los ojos para protegerse del suave frío que se mueve al anochecer. Sancio, que le dobla en edad por estar cercano a los cuarenta, se le acerca para decirle que ha conseguido dos huevos y algo de entrevivo para la cena.

- Saldré cuando la noche esté cerrada. Voy a levantar una cruz en Lagunarrota. – pronuncia el joven sin dejar de mirar al horizonte.

- Vamos Galín, todos queremos asegurar el somontano, pero mientras no caiga Monzón, no podemos aventurarnos fuera de estas murallas. Incluso tal vez, la morisma huya y no sea necesaria la lucha. Anda vamos a comernos una tortilla. – le responde el veterano, sacudiendo el polvo de sus telas.

- No voy a atacar, ni a urdir estratagema alguna. Sino que tan sólo voy a clavar una cruz en el camino, ante la puerta o en la misma plaza. Donde pueda. Los nuestros tienen que saber que no les vamos a abandonar a su suerte, que seguimos aquí y que les liberaremos. – lo dijo con la franca sinceridad con la que se pronuncian las ideas claras y muy meditadas, tanto que Sancio las tomó como ciertas:

- Supongo que una joven llamada Jara no tendrá nada que ver en tu idea. Se dice que es de Aínsa y que cierto joven ha venido hasta aquí tras ella.-

Galín de Tellerda le explica que no se lo está diciendo para que le sermonee, sino para que supiese su madre, en caso de no volver, que no era un cobarde desertor, sino un valiente que quiso plantar una cruz en un pueblo por reconquistar. Por eso y por que sabe que Sancio Dat, de Serveto, la ha rondado desde la juventud y sabrá decírselo de forma que no le queden dudas, dándole consuelo si es necesario.

Cuando la noche termina por oscurecer lo que las teas no alumbran, una sombra se descuelga por la muralla sur, arrastrándose de trasero y pies atalaya abajo, hasta esconderse entre los castaños, donde otra silueta le sorprende doblándole el brazo hacia atrás y tapándole la boca, para decirle al oído que si le pasase algo, no podría volver a Tellerda y decirle a la montañesa que su hijo murió mientras él estaba durmiendo junto a la lumbre, así que irán los dos.

El paso es largo y rápido. Los dos caminan en silencio. Tal vez piensen en sus amadas. Puede que se acuerden de sus madres. Seguro que se encomiendan a San Beturián.

En apenas una hora, se encuentran ante una empalizada de unas dos varas de alto que rodea el pueblo, y más allá junto al camino, una pequeña torre de madera cubre la puerta principal y hace las veces de vigía. De la cintura se desenrolla una cuerda de cáñamo que el joven utiliza para atar dos fuertes ramas de pino que durante el viaje ha recogido, formando una cruz casi de su misma estatura. Con miradas tan hondas que gritan en el estómago, se indican el momento de saltar la valla de estacas, y con el mismo sigilo llegan hasta la plaza de San Gil, en cuyo centro son los puñales los que acometen un pobre agujero donde clavan la cruz asentada con piedras.

Nadie les ha visto y corren de nuevo al cerco. Sancio lo salta, mientras que Galín vuelve su mirada sobre las ventanas oscuras de la casa donde sabe duerme Jara, como queriendo imaginarla cuando al despertar vea su señal. Es entonces cuando algo le muerde en la parte trasera del muslo, produciéndole un fuerte escozor y un duro golpe que le hacen soltar un ahogado grito, y percatarse que la pierna sangra porque lleva una flecha clavada. El de Serveto, vuelve a saltar la empalizada para meter su cabeza entre las piernas de Galín y levantarlo sobre sus hombros por encima de las estacas hasta que cae al exterior. La morisma ya ha dado la alarma y dos sarracenos gritan cimitarra en mano.

- Corre cuanto puedas, hijo mío. Ya te daré alcance - . Y dicho esto, Sancio Dat, se hizo la señal de la cruz en la frente, se santiguó en los labios y se dibujó en el pecho con su espada el símbolo de San Jorge.

El joven tellerdano tardó más de cuatro horas en desandar el trecho hasta Berbegal, seguramente las más largas de su vida, sangrando con la esperanza de encontrar a su padre a la llegada, porque claramente debía haber tomado un atajo desconocido.

La caída de Monzón en manos cristianas produjo el abandono musulmán de muchos pequeños pueblos, entre ellos Lagunarrota, y cuando Galín entró en él, Jara le acompañó a ver el lugar donde Sancio había sido enterrado y que estaba señalado por la misma cruz que clavaron en la plaza unos días antes.


Epílogo: Si alguna vez acuden a la plaza San Gil de esa localidad, espero aún siga en pie en su centro, una cruz de piedra de cuatro varas de alto por tres de ancho que supongo no hará falta les explique quien levantó.

4 comentarios:

HANSI dijo...

Desde Lagunarrota damos fe de que la Cruz sigue alli. Invitamos a quien quiera visitarla.

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho tu relato de los pueblos de mis padres, ya me ha comentado mi tio que un dia de estos te pasaras para comprovar que la cruz sigue en su sitio!!

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho tu relato sobre mi pueblo, mi enhorabuena y que sigas escribiendo haber si un dia puedo leer un libro de un autor que empezo escribiendo sobre mi pueblo y ademas si vienes a Lagunarrota mi hija Jara te enseñara donde esta la cruz que mencionas en tu relato. Un saludo. Amparo Calvo.

Anónimo dijo...

Fantástico relato. Hasta se me ponían los pelos de punta al leerlo e imaginar cómo sería Lagunarrota aquellos años. Dichosos los que sois capaces de abrir una ventana para que los demás podamos mirar. La Cruz ya no es la misma que plantaron Sancio y Galín, tampoco es la misma que conoció mi tatarabuelo, ni siquiera mi abuelo. Pero el espíritu es el mismo.