lunes, 26 de noviembre de 2012

Historias de Tellerda: un "Brigadoon" aragonés

Tellerda es una puerta giratoria entre dos mundos o dos tiempos, o, mejor dicho, entre dos formas de entender el mundo o de medir el tiempo. Tellerda conecta dos universos muy distintos y, sin embargo, complementarios, inseparables, indisolubles. Esta localidad del norte de Aragón tejida por la imaginación de José Mª Morales Berbegal se erige, por un lado, en proyección del testimonio, del recuerdo, del resumen y de la realidad del viejo Reino de Aragón, la tierra de las “leyes antes que reyes”, rebozada de historia, leyenda, mito y magia. También lo es de sus identidades políticas y culturales precedentes y, al mismo tiempo, de su complejidad, de su devenir y evolución posteriores, un Aragón siempre bañado por un halo de decadencia, de miseria, de olvido, de desidia, pero también de grandeza y gloria, de orgullo y esplendor, de rebeldía y conciencia histórica, de docilidad y fiereza, de dejadez y anarcoindividualismo (en términos del gran Pereira de Tabucchi), de luchas intestinas y desencuentros constantes, pero también de grandes explosiones de euforia colectiva, de cierre de filas en torno a un latido común, a un alma vieja pero noble, dormida, anestesiada, pero presta a ser encendida de nuevo por el más leve chispazo para convertirse en imparable ola de resistencias tenaces, empeños irrenunciables y logros imposibles. Mientras que, en otra vertiente, paralela o consustancial, como el tuétano dentro del hueso, Tellerda forma parte de ese catálogo de lugares míticos, atemporales, congelados en la memoria por los implacables ecos del pasado, presentes en la literatura (Macondo, Región, Costaguana, Obaba, Mágina…) o el cine (Barranca, Innisfree…, o incluso la Freedonia de los hermanos Marx), del que ese Aragón evocado y compendiado en los relatos tellerdanos bien puede ser un capítulo más, y no precisamente breve o intrascendente.


Así, al igual que Vincente Minnelli en Brigadoon (1954), el musical de la Metro-Goldwyn-Mayer producido por Arthur Freed, hace cobrar vida durante un único día a los habitantes de una pequeña y remota aldea escocesa, que permanecen el resto del año hibernados por el hechizo del tiempo, para que Gene Kelly y Van Johnson descubran el amor, el honor y la felicidad encarnadas en Cyd Charisse y Elaine Stewart, José Mª Morales Berbegal nos acerca a su particular Brigadoon aragonés, un lugar donde la historia no es el pasado sino su influencia en el presente y su proyección en el futuro, donde, al modo de realidades paralelas, de diferentes pero coincidentes esferas de la existencia, todas las historias, todas las vivencias, todos los tiempos y todos los sucedidos están transcurriendo sincronizadas, superpuestas, en un único espacio, entre las calles de tierra y los edificios de piedra de Tellerda, en sus bosques, sus valles, sus ríos y sus caminos, en lo alto de sus peñas o en lo profundo de sus cuevas, iluminado por el radiante sol del verano o sumergido en las densas nieves del invierno, envuelto en las brumas, las noches espesas y las nieblas de un tiempo lejano y vencido por la tecnología y el progreso que, no obstante, late en el pulso y en el corazón de cada aragonés que tiene pueblo, la gran mayoría de los que hemos nacido y vivimos en esta tierra, trayéndonos de vuelta el sabor de los recuerdos familiares, de los cuentos relatados en la cocina, mientras las mujeres preparan la comida, o a la hora del café, entre risas, chanzas, burlas o partidas de guiñote o rabino francés, narraciones tan épicas, remotas y ancestrales como el viaje de Odiseo, las hazañas de Heracles o las astucias de Edipo de Tebas.

Tellerda contiene y resume el espíritu de Aragón, el alma de lo aragonés. Y lo hace con un aroma agridulce, el homenaje a un tiempo perdido y, a la vez, entre líneas, la triste amargura por lo que no pudo ser. Aragón, como España, es la historia de sus ocasiones perdidas, y José Mª Morales Berbegal recapitula no pocos episodios de ese catálogo de fracasos, de pérdidas, de lamentaciones, que han esculpido nuestra realidad, sin olvidar el oportuno tributo a quienes los protagonizaron, lucharon, combatieron y se dejaron la piel en una batalla perpetua condenada a la derrota. Esta idea de sacrificio consciente y voluntario, de desinterés, de no reblar a pesar de las previsibles consecuencias, terribles en no pocas ocasiones, preside buena parte de los relatos tellerdanos, haciendo del ciudadano aragonés medio, pasado, presente o futuro, protagonista indiscutible, dueño de su destino, de su caída a los infiernos, de su voluntad de resistirse a este final marcado por otros, de agarrarse con uñas y dientes a un porvenir mejor que haga justicia a sus antepasados y dé sentido a sus acciones, a su sacrificio. Esa tenacidad que algunos desde fuera llaman tozudez, es mostrada preferentemente a través de otra característica propiamente aragonesa, la condición de Aragón como lugar de paso y la belicosidad que ha predominado en buena parte de sus ricos y largos siglos de existencia. Ya sea en el llano del Alcoraz de 1096, ya sumergida bajo las frías aguas del Mar del Norte en 1588, en los campos aragoneses durante la guerra contra Francia de 1640, entre las filas españolas de 1808, en los últimos combatientes de la guerra civil en Aragón o encarnada en los maquisards aragoneses en lucha contra Franco, ese alma rebelde en constante lucha consigo misma, es decir, con otros aragoneses o con otros españoles, fueran musulmanes, catalanes, afrancesados o fascistas, en un conflicto permanente por definirse, por otorgarse una carta de naturaleza sólida para la construcción de un futuro en justicia y convivencia, queda atravesada por el irrenunciable amor a la tierra, fuente de toda identidad, individual o colectiva, de definición personal, de construcción del propio yo, no como una etiqueta política o una bandera que agitar y en la que envolverse para autoproclamarse Pueblo Elegido y pisotear a los que, sin renunciar a la propia condición, son tenidos por semejantes en igualdad plena, sino como punto de partida para encontrar un lugar propio en el mundo sin olvidar las raíces, las tradiciones, la cultura, lo que somos.

En este punto, la tradición es otro puntal importante en la obra de José Mª Morales Berbegal, entendida ésta no como la mera sucesión mecánica de una serie de actos y liturgias vacíos que, repetidos con los años, conformen de manera superficial y vulgar unas señas de identidad carentes de sentido y fundamento, meros eslóganes o propaganda de unos entes que solo buscan medrar y gobernar, sujetos por tanto a manipulación política o al control de intereses o fuerzas más poderosos, sino como un organismo vivo, un hilo conductor que conecta nuestra memoria con nuestro presente y con la proyección de nuestro futuro, un árbol genealógico, un mapa genético o la cadena de un genoma de lo puramente aragonés, regado por el llanto de esperanza y de dolor (como el guirlache janovés), y también por la sangre derramada, entre tellerdanos, entre aragoneses, o en defensa de la tierra y de la memoria, acumulados durante siglos. La tradición tellerdana, la tradición aragonesa, se vuelve tangible a través de las sensaciones y las imágenes: olores, colores, aromas, sentimientos simbolizados en las aguas, los bosques, las nieves y los cielos de ese Aragón “brigadoonizado”, el calor de las fogatas en invierno, el sabor de los alimentos recién cogidos del campo o en su punto al amor de la lumbre, del pan saliendo del horno, el batir de alas y el canto de los pájaros, el ganado pastando libre en praderas y montes, las cruces de piedra marcando los nudos de caminos o el centro de las plazas, los pueblos muertos, abandonados y sumergidos, el rumor del viento, el tableteo de la lluvia o de las metralletas en el monte, o la música de las verbenas de verano, con esa joven tan parecida a la Eva que una vez amó El Tolosano muchas décadas atrás, y que vuelve a ver de carne y hueso años después, ya anciano, en el baile del pueblo, levantando la admiración y la codicia a su alrededor. Y la leyenda, siempre la leyenda, en forma de espada mágica, de altar de los sacrificios, de monasterio como pila bautismal nacional, de superstición, de mito, como elemento conformador de una realidad que no necesita más explicación que la que sus habitantes le confieren con su silencio o sus miradas de reojo.

Por último, Tellerda, como Aragón, permanece marcada por la ausencia, por la marcha, por la pérdida, por el exilio. España y Aragón, Tellerda, como entidades cuya historia consiste en la acumulación y sucesión de oportunidades malogradas, sacrifica a sus vástagos, devora a sus hijos como el Saturno goyesco, los abandona en manos de la fatalidad, o bien ellos mismos, en su condición de trituradores de las propias esperanzas, los inmola, los somete a la peor de las torturas, la de la muerte a manos de sus propios hermanos. España y Aragón, Tellerda, no han dejado de expulsar a parte de sus hijos, musulmanes, judíos, moriscos, jesuitas, afrancesados, republicanos, emigrantes voluntarios a Alemania o Suiza, o forzosos desde los pueblos inundados a Huesca, Zaragoza, Barcelona o Pau, reduciendo así sus expectativas, troceando su memoria, su presente, amputando su futuro, su identidad como pueblo, su espíritu. Esta vocación cainita, plasmada en la división de Aragón prácticamente en dos durante la guerra civil, señalada por Goya en su fenomenal pintura Duelo a garrotazos, encuentra su paradigma también en Tellerda, que pierde y gana hijos según los avatares de la historia, los juegos de la política, las rencillas entre vecinos, las decisiones de los políticos y los intereses de las hidroeléctricas. Por cualquier motivo, en suma, diferente a la decisión, al deseo, de los propios tellerdanos, de los propios aragoneses, de los españoles, de los ciudadanos que ya no responden, ni tienen por qué subsumirse, a cualquiera de estas etiquetas que, más allá del amor a la tierra, lógico y necesario como garante de esa tradición viva que nos conforma, nos completa y nos modela, y que nos obliga a mirar de cara el futuro sin olvidar de dónde venimos, por qué somos lo que somos, no representan nada.

Como dice Luis Borrás en el excelente prólogo del libro, los mapas se equivocan, ciertamente, y Tellerda existe, igual que existen Macondo y Región, Costaguana y Obaba, Innisfree y Barranca, Freedonia y Sylvania. Tellerda, pervive, como el resto de Aragón, en la memoria del lector que se acerca a sus páginas, pero también en el latido del corazón de una tierra medido por los tambores del Bajo Aragón, regado por la sangre del Ebro, sostenido por el esqueleto de piedra de los Pirineos, proyectado, como las imágenes de la caballería que evoca en el cristal de la ventana de su despacho el oficial Kirby York (John Wayne) de Fort Apache (John Ford, 1948), en los tellerdanos, en los aragoneses pasados, presentes y futuros, independientemente del color de su piel, de la lengua en la que amen, del número o color de las franjas de su bandera, de la mezcla de letras de su apellido. Tellerda no está en los mapas, pero es tan real como cualquier otro topónimo señalado en ellos. El espíritu de Tellerda, el espíritu de Aragón, está en cada uno de nosotros. Estamos obligados a mantenerlo vivo. Nuestros fantasmas, los mismos que recorren las calles de Tellerda, o de Jánovas, los que pululan por el llano del Alcoraz, los perdidos en Cerdeña, Sicilia, Nápoles o Atenas, en América o en las trincheras de Mequinenza, no nos perdonarán jamás que lo abandonemos a su suerte.


                                                                                                                  Alfredo Moreno.-39 escalones-

1 comentario:

carmen dijo...

Imposible explicar mejor estas "Historias de Tellerda".Un lujazo de entrada
Saludicos