
Ilustración:
Sr. Ubé
Me gusta pasear la hora que antecede a la lluvia. El cielo está cubierto de algodón gris que endurece mi espíritu y aclara mi mente. El aire corre limpio y huele a tierra, es tibio y me libera la serenidad. Ayer llovió. Una hora antes, yo paseaba por los montes de Cerrocid, algodonando, aclarando, limpiando, oliendo y liberando. Normalmente cuando entro en casa lo hago calado hasta las entretelas, pero ayer no. Ayer me senté en el monte y dejé que la lluvia me purificase, suave al principio, violenta al final.
Cesó el agua y me incorporé. Fue entonces cuando creí verlo entre las piedras ladera abajo. Caminé hacia él y lo observé en cuclillas sin tocarlo, hasta que no tuve duda y lo cogí. Era un camisclo azul claro, muy raro de ver, y más de conseguir. Con-ten-to, de haberlo encontrado, al principio no pensé en podérmelo quedar, seguramente tendría dueño y que por alguna extraña razón lo habría extraviado, pero seguro sólo temporalmente.
Pasaron las horas e incluso días, y nadie lo reclamó. Empecé a hacerlo mío, y nos fuimos acostumbrando el uno en el otro, con corrección, asumiendo que en cualquier momento nos podrían separar. Incluso los fines de semana y vacaciones, yo viajaba con mi familia, dejándolo solo en casa, pero a mi regreso lo encontraba mas crecido, más fuerte, mas necesitado de mi... y lo peor, yo de él.
Caímos el uno en el otro. Sin llegar a creerme su dueño, por ser imposible y por lo difícil de que algo tan bello y hermoso pudiese ser para mi, un hombre normal, de los que pasan desapercibidos, común. Se veía mejor conforme yo me entregaba a su cuidado, pidiéndome más charla, más entrega, que yo le daba abandonando mis quehaceres rutinarios, pero encontrando una ilusión en mi interior que hacía mucho tiempo que no sentía, si es que llegué alguna vez a sentirla.
El camisclo, fue creciendo con el tiempo, musculándose, ocupando espacio, hasta alcanzar el techo del salón y presionarlo de forma que lo comenzó a agrietar. Esa fue la primera crisis, pues tuve que enfrentarme a toda mi familia para no talarlo, costeando la apertura de un agujero, a modo de chimenea que llegase hasta el tejado. Pero como ser maravilloso, vio mi angustia y se hizo florecer cuatro brotes, rojos, para que pudiese regalárselos a mi esposa y tres hijos, así, cada cual tuviese su camisclo propio, pudiendo disfrutar de la misma forma que yo lo hacía.
Después llegarían sus plantaciones en el jardín y los siguientes meses fueron los más felices. Todos encontramos nuestros gemelos en los camisclos, nos hicieron convivir en el amor, comulgando en la tranquilidad de la vida entre el jardín y el salón. Durante el verano pasábamos el día bajo sus sombras, parloteando con ellos y comiendo sus generosos frutos. Para septiembre, decidimos no podarlos y dejar que se uniesen las yemas fundiendose en un solo ser, llevando las ramas mas largas a injertarlas con las del azulado ser que habitaba en casi toda la casa ya. Aquel año, el invierno fue crudo, y todos bajamos nuestra actividad, como adormecidos, sin apenas comer y mucho dormir, esperando una primavera.
Llegó con la fuerza vital del mover de la savia, rebrotando en nuestros cuerpos, para abonar, recolectar y comer más fruta que nunca. Mis hijos dormían bajo las hojas de sus camisclos, y mi esposa... mi esposa hacía meses que no yacía conmigo, sino en una rama gruesa con forma de cama. Yo empecé a criticar nuestros hábitos a mi adulto camisclo azul, que siempre terminaba por convencerme de que todo eran malentendidos y reticencias infundadas. Supongo que mis comentarios fueron subiendo de tono, hasta que un día llegué a amenazarles con la poda indiscriminada si no volvíamos a nuestra vida humana cotidiana de antaño. Esa misma noche, oí mucho trasegar de hojas y ramas, temiéndome lo peor, encerrándome en mi cuarto.
A la mañana siguiente, al abrir la puerta, la encontré tapiada por un fuerte brazo leñoso rojo, y las ventanas por otro azul. Lo comprendí. Venían a por mí, eran ellos o yo. Tomé con las dos manos el hacha que guardaba bajo la cama, y partí la roja madera, viendo surgir la resina amarillenta a cada golpe que daba. Al salir, me dirigí recto al salón, y mirando a la cara del viejo camisclo, que me pedía calma y sentido, le corté la boca de un tajo, talándolo en la base, hasta segarlo de parte a parte. Algunas ramas intentaron lo inevitable, pero yo ya blandía el hacha contra todo, emborrachado de sangre y venganza, un frenesí de levantadas de acero y caídas de muerte, hasta que agotado caí sin sentido.
Me desperté mojado de lluvia, fue entonces cuando creí verlo entre las piedras ladera abajo. Caminé hacia él y lo observé en cuclillas, sin tocarlo, hasta que no tuve duda y lo cogí. Era un camisclo azul claro, muy raro de ver, y más de conseguir.