jueves, 29 de octubre de 2009

El penúltimo


Nací el primero, o el penúltimo, porque soy el mayor de los gemelos. Y esto, supongo, marca.

En el colegio formamos un grupo de cinco amigos: Acero, Gutiérrez, Moreno y nosotros dos, los hermanos Vázquez, Julio y yo, que soy Ángel. Me tocó, por riguroso orden de lista, ser el penúltimo, y no hubiese tenido mayor trascendencia de no ser que, comencé a tomar consciencia que en todo lo que hacíamos los cinco, yo, siempre era el penúltimo. En legua castellana, álgebra, física, filosofía… daba igual la asignatura, siempre el penúltimo. Por supuesto, que no divulgué tal coincidencia, e incluso le sacaba algún partido; por ejemplo, me inscribía en cuantas competiciones de eliminación podía, y quedaba medalla de plata en estas carreras de persecuciones. En ellas, en cada vuelta se eliminaba al último en pasar por meta, y yo perduraba hasta la final, en la que desgraciadamente yo era el eliminado… por serlo en penúltimo lugar.

Tampoco estaba tan mal, me decía, nunca era el último, en nada, y eso, dada la crueldad con que tratábamos al último, era un alivio. ¿Quién tira la piedra menos lejos? ¿Quién es el más lento? ¿Quién no salta la acequia? Yo nunca perdí.

De adolescente aún fue mejor, y yo, abusaba de mi condición: ¡el último paga! ¡El que coja la pajita más pequeña pierde! ¡El que saque el número más bajo en el dado eliminado! Y cuando de ligar se trató… solo tuve que esperar, librándome de desprecios y desilusiones, porque hasta que tres de mis amigos no lo hiciesen, yo sabía que no tenía nada que hacer.

Por supuesto, me casé el penúltimo, nunca se llegó a casar Acero. También lo fui en tener los hijos, en comprarme casa, en salir del país, en cruzar el Atlántico… en todo. De esta forma me enteré que mi mujer me engañaba, el día que me dijo Gutiérrez que había pillado a su esposa con el camarero del “Sangri-La”, ya solo quedaba yo, con lo que encaré a mi mujer diciendo que sabía que tenía un lío, confesándomelo todo y divorciándonos antes que Gutiérrez, para volver a ser el penúltimo.

La vida, nos fue separando, pero seguí manteniendo el contacto, por mi interés también, por conocer cualquier detalle que anotaba en mi cuaderno, de tal manera que supe cuando me iba a tocar cualquier suceso de la vida. Así predije que me partiría un brazo, que me tocaría la lotería o que iban a despedir a mi yerno.

Moreno fue el primero en fallecer, de fatal accidente de tráfico. Cinco años después le siguió Acero, y mi hermano hace dos. Así pues, Gutiérrez y yo, comemos juntos trimestralmente, charlamos, y brindamos por los ausentes. Ayer, en el postre, me dijo muy entero que había contraído nosequé extraña enfermedad degenerativa de nombre impronunciable, y que le habían dado tres meses de vida. Quería que fuese nuestra despedida, para que le recordase fuerte, como siempre. Me abrazó, y con lágrimas en los ojos, me dijo: “Tú quedas el último, Ángel”.

- No lo creas, Gutiérrez. No lo creas

miércoles, 7 de octubre de 2009

El mecánico del tiempo



Mi vida siempre giró alrededor de la catedral, la de Burgos digo, en el sentido literal de la expresión, pues nací en una pequeña casa en su lado más occidental, para tras casarme, instalarme al abrigo de su muro norte, y ahora, tener mi propio negocio en la misma plaza de Santa María. Soy mecánico, en realidad el único en la ciudad y alrededores. Mis encargos, como comprenderéis, son de lo más variopinto: desde agrupar poleas para poder elevar piedras en alguna construcción, hasta ingenios militares, pasando por cualquier raro artilugio necesitado de un mecanismo. Pero sin duda, mi especialidad son los relojes, la quintaesencia del engranaje, la precisión llevada al extremo, conseguir la exactitud de la medida del tiempo. Y fue por esto por lo que me solicitaron que crease uno para la mismísima catedral, no para la torre, sino para colocarlo en la nave central. Bueno, si he de ser sincero, por mi maestría y por ser amigo de Juan de Vallejo, quien por aquel entonces estaba embarcado en la reconstrucción del cimborrio, al haberse venido en fatal derrumbe unos años antes.

Lo tomé con gran ilusión, con tensión similar a la de los estudiantes en Salamanca ante la preparación de su graduación, pues esto es lo que era, mi oportunidad de consagrarme como un Maestro, que quien sabe si pudiera, pasar hacia la inmortalidad. Así que me liberé de todos los encargos, cargando sobre mis ayudantes, y me dediqué personalmente en cuerpo y alma a este reloj.

Cuando apenas llevaba tres meses, una mañana soleada, vi venir hacia mi taller con gran decisión, a dos hombres que habían salido de la catedral. Parecían recriminarse el uno al otro y discutir acaloradamente señalándome con el dedo, así que salí a mi puerta a recibirles, observándoles en su peculiar andar; con amplias zancadas el uno y; a rápidos pasitos cortos el otro.

No entendí sus nombres en la atropellada presentación, pasando a farfullarme sus negociaciones con el obispo, pues eran ellos, los que, por promesas cumplidas y cuestiones con la Santa Madre Iglesia, iban a sufragar el coste de mi trabajo, que en ese momento entendí iba a ser muy mermado del hablado con su Ilustrísima. El mayor y más alto, vestía una especie de casaca roja, de dorados botones y con amplio cuello celeste terminado en puntas, del mismo color que el cinturón con el que se la ceñía. El menor, y casi enano, llevaba un traje amarillo brillante de dos piezas, calzando buenas botas de negro cuero.

Yo intenté deslumbrarles con la técnica, y la palabrería, mostrándoles mis avances en el movimiento uniforme, explicando el efecto de los muelles, los péndulos y volantes, y de cómo por medio de las ruedas dentadas, se transmitía la energía a las manecillas. Saqué dibujos, croquis, cálculos, y hasta les ofrecí realizar el más exacto reloj nunca visto en todas las Españas. No lo conseguí, y el hombre de bermellón me tendió un papel de música dejando claro que esa era la que debería sonar al paso de las horas, junto con una campana. Acto seguido, y sin apenas yo reaccionar, el pequeño y pajizo ser, me explicó que los cuartos de hora, tendrían que marcarse con golpes sobre dos campanitas de tono más agudo.

Dejé el trabajo por unos días, esperando asimilar el fracaso del que creía que sería la culminación de mi vida. Y pasaba horas en el interior de la catedral, paseando por sus tres naves, contemplando en detalle el recién estrenado cimborrio de mi buen amigo Juan, escuchando varias veces sus explicaciones de cómo utilizando las pechinas pasó del cuadrado al octógono, y empapándome del arte de las espléndidas esculturas de la Capilla del Condestable. Obtuve muchas y grandiosas ideas que aplicar al solicitado reloj: encarcelado en una urna de alabastro decorada a semejanza de la obra de los Siloé, inserto en una bovedita estrellada y calada, o en una torrecita plateresca con minuciosos pináculos y chapiteles que le originasen verticalismo. Pero éstas, y otras mas ambiciosas, fueron descartadas por los mecenas, que no hacían sino repetirme el toque de hora, y las campanitas para los cuartos, escenificándomelas ellos mismos.

Terminé en grave discusión, y consentí en terminar la faena tras la mediación del obispo que pese a duras recriminaciones no consiguió subir la pírrica asignación que se me concertó, eso sí, dándoseme libertad de creación.

Así que en la fecha obligada, levanté un andamio para su colocación, y el maestro cantero insertó las piezas. Como pasa con cualquier obra, unos la alabaron y otros la critican, devaluándola y bautizándola como “el Papamoscas”. Lo dejo a vuestro criterio, y espero que cuando lleguéis a la catedral, entrando por la fachada principal, en la nave de la izquierda, miréis por encima del triforio y la juzguéis por vosotros mismos, teniendo en cuenta una cosa: que la hora que marca es exacta.

lunes, 5 de octubre de 2009

San Beturián seguirá en ruinas


Puede que sea lo más vergonzoso de Aragón... uno de los monumentos que debería ser mas "señero" permanece en un estado ruinoso. Nuestros políticos son así, han sido así y supongo que seguirán siendo así.

Desde mi humilde posición seguiré en mi cruzada de apoyo a su restauración y propagación de su importancia histórico-artística. Escribiré otro relato en el que aparezca. Amenazo.