lunes, 26 de noviembre de 2012

Historias de Tellerda: un "Brigadoon" aragonés

Tellerda es una puerta giratoria entre dos mundos o dos tiempos, o, mejor dicho, entre dos formas de entender el mundo o de medir el tiempo. Tellerda conecta dos universos muy distintos y, sin embargo, complementarios, inseparables, indisolubles. Esta localidad del norte de Aragón tejida por la imaginación de José Mª Morales Berbegal se erige, por un lado, en proyección del testimonio, del recuerdo, del resumen y de la realidad del viejo Reino de Aragón, la tierra de las “leyes antes que reyes”, rebozada de historia, leyenda, mito y magia. También lo es de sus identidades políticas y culturales precedentes y, al mismo tiempo, de su complejidad, de su devenir y evolución posteriores, un Aragón siempre bañado por un halo de decadencia, de miseria, de olvido, de desidia, pero también de grandeza y gloria, de orgullo y esplendor, de rebeldía y conciencia histórica, de docilidad y fiereza, de dejadez y anarcoindividualismo (en términos del gran Pereira de Tabucchi), de luchas intestinas y desencuentros constantes, pero también de grandes explosiones de euforia colectiva, de cierre de filas en torno a un latido común, a un alma vieja pero noble, dormida, anestesiada, pero presta a ser encendida de nuevo por el más leve chispazo para convertirse en imparable ola de resistencias tenaces, empeños irrenunciables y logros imposibles. Mientras que, en otra vertiente, paralela o consustancial, como el tuétano dentro del hueso, Tellerda forma parte de ese catálogo de lugares míticos, atemporales, congelados en la memoria por los implacables ecos del pasado, presentes en la literatura (Macondo, Región, Costaguana, Obaba, Mágina…) o el cine (Barranca, Innisfree…, o incluso la Freedonia de los hermanos Marx), del que ese Aragón evocado y compendiado en los relatos tellerdanos bien puede ser un capítulo más, y no precisamente breve o intrascendente.


Así, al igual que Vincente Minnelli en Brigadoon (1954), el musical de la Metro-Goldwyn-Mayer producido por Arthur Freed, hace cobrar vida durante un único día a los habitantes de una pequeña y remota aldea escocesa, que permanecen el resto del año hibernados por el hechizo del tiempo, para que Gene Kelly y Van Johnson descubran el amor, el honor y la felicidad encarnadas en Cyd Charisse y Elaine Stewart, José Mª Morales Berbegal nos acerca a su particular Brigadoon aragonés, un lugar donde la historia no es el pasado sino su influencia en el presente y su proyección en el futuro, donde, al modo de realidades paralelas, de diferentes pero coincidentes esferas de la existencia, todas las historias, todas las vivencias, todos los tiempos y todos los sucedidos están transcurriendo sincronizadas, superpuestas, en un único espacio, entre las calles de tierra y los edificios de piedra de Tellerda, en sus bosques, sus valles, sus ríos y sus caminos, en lo alto de sus peñas o en lo profundo de sus cuevas, iluminado por el radiante sol del verano o sumergido en las densas nieves del invierno, envuelto en las brumas, las noches espesas y las nieblas de un tiempo lejano y vencido por la tecnología y el progreso que, no obstante, late en el pulso y en el corazón de cada aragonés que tiene pueblo, la gran mayoría de los que hemos nacido y vivimos en esta tierra, trayéndonos de vuelta el sabor de los recuerdos familiares, de los cuentos relatados en la cocina, mientras las mujeres preparan la comida, o a la hora del café, entre risas, chanzas, burlas o partidas de guiñote o rabino francés, narraciones tan épicas, remotas y ancestrales como el viaje de Odiseo, las hazañas de Heracles o las astucias de Edipo de Tebas.

Tellerda contiene y resume el espíritu de Aragón, el alma de lo aragonés. Y lo hace con un aroma agridulce, el homenaje a un tiempo perdido y, a la vez, entre líneas, la triste amargura por lo que no pudo ser. Aragón, como España, es la historia de sus ocasiones perdidas, y José Mª Morales Berbegal recapitula no pocos episodios de ese catálogo de fracasos, de pérdidas, de lamentaciones, que han esculpido nuestra realidad, sin olvidar el oportuno tributo a quienes los protagonizaron, lucharon, combatieron y se dejaron la piel en una batalla perpetua condenada a la derrota. Esta idea de sacrificio consciente y voluntario, de desinterés, de no reblar a pesar de las previsibles consecuencias, terribles en no pocas ocasiones, preside buena parte de los relatos tellerdanos, haciendo del ciudadano aragonés medio, pasado, presente o futuro, protagonista indiscutible, dueño de su destino, de su caída a los infiernos, de su voluntad de resistirse a este final marcado por otros, de agarrarse con uñas y dientes a un porvenir mejor que haga justicia a sus antepasados y dé sentido a sus acciones, a su sacrificio. Esa tenacidad que algunos desde fuera llaman tozudez, es mostrada preferentemente a través de otra característica propiamente aragonesa, la condición de Aragón como lugar de paso y la belicosidad que ha predominado en buena parte de sus ricos y largos siglos de existencia. Ya sea en el llano del Alcoraz de 1096, ya sumergida bajo las frías aguas del Mar del Norte en 1588, en los campos aragoneses durante la guerra contra Francia de 1640, entre las filas españolas de 1808, en los últimos combatientes de la guerra civil en Aragón o encarnada en los maquisards aragoneses en lucha contra Franco, ese alma rebelde en constante lucha consigo misma, es decir, con otros aragoneses o con otros españoles, fueran musulmanes, catalanes, afrancesados o fascistas, en un conflicto permanente por definirse, por otorgarse una carta de naturaleza sólida para la construcción de un futuro en justicia y convivencia, queda atravesada por el irrenunciable amor a la tierra, fuente de toda identidad, individual o colectiva, de definición personal, de construcción del propio yo, no como una etiqueta política o una bandera que agitar y en la que envolverse para autoproclamarse Pueblo Elegido y pisotear a los que, sin renunciar a la propia condición, son tenidos por semejantes en igualdad plena, sino como punto de partida para encontrar un lugar propio en el mundo sin olvidar las raíces, las tradiciones, la cultura, lo que somos.

En este punto, la tradición es otro puntal importante en la obra de José Mª Morales Berbegal, entendida ésta no como la mera sucesión mecánica de una serie de actos y liturgias vacíos que, repetidos con los años, conformen de manera superficial y vulgar unas señas de identidad carentes de sentido y fundamento, meros eslóganes o propaganda de unos entes que solo buscan medrar y gobernar, sujetos por tanto a manipulación política o al control de intereses o fuerzas más poderosos, sino como un organismo vivo, un hilo conductor que conecta nuestra memoria con nuestro presente y con la proyección de nuestro futuro, un árbol genealógico, un mapa genético o la cadena de un genoma de lo puramente aragonés, regado por el llanto de esperanza y de dolor (como el guirlache janovés), y también por la sangre derramada, entre tellerdanos, entre aragoneses, o en defensa de la tierra y de la memoria, acumulados durante siglos. La tradición tellerdana, la tradición aragonesa, se vuelve tangible a través de las sensaciones y las imágenes: olores, colores, aromas, sentimientos simbolizados en las aguas, los bosques, las nieves y los cielos de ese Aragón “brigadoonizado”, el calor de las fogatas en invierno, el sabor de los alimentos recién cogidos del campo o en su punto al amor de la lumbre, del pan saliendo del horno, el batir de alas y el canto de los pájaros, el ganado pastando libre en praderas y montes, las cruces de piedra marcando los nudos de caminos o el centro de las plazas, los pueblos muertos, abandonados y sumergidos, el rumor del viento, el tableteo de la lluvia o de las metralletas en el monte, o la música de las verbenas de verano, con esa joven tan parecida a la Eva que una vez amó El Tolosano muchas décadas atrás, y que vuelve a ver de carne y hueso años después, ya anciano, en el baile del pueblo, levantando la admiración y la codicia a su alrededor. Y la leyenda, siempre la leyenda, en forma de espada mágica, de altar de los sacrificios, de monasterio como pila bautismal nacional, de superstición, de mito, como elemento conformador de una realidad que no necesita más explicación que la que sus habitantes le confieren con su silencio o sus miradas de reojo.

Por último, Tellerda, como Aragón, permanece marcada por la ausencia, por la marcha, por la pérdida, por el exilio. España y Aragón, Tellerda, como entidades cuya historia consiste en la acumulación y sucesión de oportunidades malogradas, sacrifica a sus vástagos, devora a sus hijos como el Saturno goyesco, los abandona en manos de la fatalidad, o bien ellos mismos, en su condición de trituradores de las propias esperanzas, los inmola, los somete a la peor de las torturas, la de la muerte a manos de sus propios hermanos. España y Aragón, Tellerda, no han dejado de expulsar a parte de sus hijos, musulmanes, judíos, moriscos, jesuitas, afrancesados, republicanos, emigrantes voluntarios a Alemania o Suiza, o forzosos desde los pueblos inundados a Huesca, Zaragoza, Barcelona o Pau, reduciendo así sus expectativas, troceando su memoria, su presente, amputando su futuro, su identidad como pueblo, su espíritu. Esta vocación cainita, plasmada en la división de Aragón prácticamente en dos durante la guerra civil, señalada por Goya en su fenomenal pintura Duelo a garrotazos, encuentra su paradigma también en Tellerda, que pierde y gana hijos según los avatares de la historia, los juegos de la política, las rencillas entre vecinos, las decisiones de los políticos y los intereses de las hidroeléctricas. Por cualquier motivo, en suma, diferente a la decisión, al deseo, de los propios tellerdanos, de los propios aragoneses, de los españoles, de los ciudadanos que ya no responden, ni tienen por qué subsumirse, a cualquiera de estas etiquetas que, más allá del amor a la tierra, lógico y necesario como garante de esa tradición viva que nos conforma, nos completa y nos modela, y que nos obliga a mirar de cara el futuro sin olvidar de dónde venimos, por qué somos lo que somos, no representan nada.

Como dice Luis Borrás en el excelente prólogo del libro, los mapas se equivocan, ciertamente, y Tellerda existe, igual que existen Macondo y Región, Costaguana y Obaba, Innisfree y Barranca, Freedonia y Sylvania. Tellerda, pervive, como el resto de Aragón, en la memoria del lector que se acerca a sus páginas, pero también en el latido del corazón de una tierra medido por los tambores del Bajo Aragón, regado por la sangre del Ebro, sostenido por el esqueleto de piedra de los Pirineos, proyectado, como las imágenes de la caballería que evoca en el cristal de la ventana de su despacho el oficial Kirby York (John Wayne) de Fort Apache (John Ford, 1948), en los tellerdanos, en los aragoneses pasados, presentes y futuros, independientemente del color de su piel, de la lengua en la que amen, del número o color de las franjas de su bandera, de la mezcla de letras de su apellido. Tellerda no está en los mapas, pero es tan real como cualquier otro topónimo señalado en ellos. El espíritu de Tellerda, el espíritu de Aragón, está en cada uno de nosotros. Estamos obligados a mantenerlo vivo. Nuestros fantasmas, los mismos que recorren las calles de Tellerda, o de Jánovas, los que pululan por el llano del Alcoraz, los perdidos en Cerdeña, Sicilia, Nápoles o Atenas, en América o en las trincheras de Mequinenza, no nos perdonarán jamás que lo abandonemos a su suerte.


                                                                                                                  Alfredo Moreno.-39 escalones-

lunes, 30 de julio de 2012

Tres gustos



Todos los veranos ante la inquisitiva pregunta del heladero sobre cual debe ser el gusto que darle a la bola, siempre le contesto “De nata”. Que no es porque tenga algo contra el resto de sabores, simplemente es por evitar pensar. ¿Es que no se trata de eso? De descansar, digo. De no reflexionar salvo de uno mismo y de dónde venimos y adónde vamos…


Pero este verano me he hecho acompañar de tres maravillosos libros que me han hecho plantearme otras cosas.


El primero, “39 estaciones” de Alfredo Moreno. Un libro fundamental para todos los grandes aficionados del séptimo arte, capaz de generar unas tremendas ganas por volver a la sana costumbre de visionar cine. Buen cine me refiero. De ese que ya no se ve en la televisión, del que hay que escudriñar en los videoclubs o esperar que la mula los baje por tener pocas fuentes. Cada capítulo me ha hecho apuntar en la mente títulos olvidados, sensaciones enterradas y lo más importante, ha suscitado en mi la ilusión de subirme al carro de los clásicos. Murnau, Lang, Ford, Wilder, Lubistch… El tener niños es lo que tiene, te acostumbras a Toy Story, Monstruos S.A y Harry Potter, ya no recuerdas el placer que te daba una película de adultos. Alfredo ha desgranado de tal forma las escenas que quien sea capaz de leer uno solo de sus textos sin querer salir corriendo al DVD a revisionar alguno de los filmes que cita, puede seguir gozando con “Sálvame” por las noches estivales. Así que gracias a él vuelvo al gusto por el cine.


El segundo, “Los tres mosqueteros” de Dumas. Lo leí en la adolescencia y salvo el machaqueo triturador que de él han hecho las miles de versiones cinematográficas, es como si hubiese vivido un nuevo libro. Excelentemente escrito, hecho para disfrutar como lector, con un tempo magnífico y un gusto por las letras mas allá de la propia aventura que entra a dibujar unos personajes tan humanos que hacen mayor su épica. Así que me vuelvo al gusto por la lectura.


Por último, “Marrón” de Pilar Aguarón. Más allá de los buenos relatos está la autora, que por ser tan afortunado de conocerla yo en persona, me la imagino escribiéndolos, disfrutando al crearlos y matando las horas a golpe de tecla, para al final, conseguir reunir un puñado de textos de los que sentirse orgullosa. Así que me vuelvo al gusto por escribir.


Ante la inquisitiva pregunta, hoy le he dicho al heladero: “Quiero uno de tres gustos”

domingo, 6 de mayo de 2012

Indiediata.


La antesala del Teatro Principal bulle de personas que comentan el programa de mano recibido a la entrada. La mezcla es tan rara como el guiso de perfumes: imitaciones de YSL de los familiares de las artistas sumándose al Channel del purista y el recomendado por Chandler Burr de los críticos. Lo normal en un día de estreno si no es una gran ciudad. El ambiente es de gala, el Arte llevado a la escena en la forma de la obra Coppelia, un clásico del ballet que bien merece vestirse adecuadamente para demostrar que se está a la altura. Pero no todos lo entienden así, la pareja que acaba de entrar mascando chicle no creo que deje sus chaquetas en guardarropía, aunque deberían, sólo por evitarles ese olor a humo de bar a sus vecinos de butaca.
La acomodadora no espera unas monedas de agradecimiento al mostrarles el asiento, lleva muchas funciones y sabe que es así, casi se conformaría con no tener que pasar el mal rato de rogarles que no pongan sus pies sobre el respaldo delantero. Se ríen de las dos señoras mayores que cogidas del brazo pasan hasta la segunda fila y se proveen de anteojos. Lydia, la indie, le pregunta a su novio porqué coño están entre tanto estirao y qué pintan con estos vejestorios magús. Él responde que son entradas gratuitas, ganadas por sorteo de la FNAC al comprar el CD de Clovis. Y ponte el MP4 si te aburres.
Patricia calienta entre bambalinas, nerviosa en su primer papel de protagonista. Victor le tranquiliza recordándole que conoce los pasos y está en una forma envidiable. Es hora de recoger el trabajo de tantos años de esfuerzo. Te los vas a meter en el bolsillo al segundo “ronde de jambe”. Recuerda levantar bien la barbilla y disfruta. Es tu noche.
Las luces se atenúan. El murmullo se desvanece. El telón se levanta.
Leo Delibes creó la elegancia que Patricia sabe bailar, quizás la orquesta la interpreta algo alta de volumen, que irrita a Lydia y sube el sonido de sus auriculares, no quiere molestias cuando escucha a Los Planetas. Quizás por eso no oye su móvil al sonar desgarrador en mitad del primer acto, y su vecino de asiento mirándole incrédulo mueve los labios de manera muy comprensible. Agotador. Le parece agotador ver a esa pava dando saltitos y vueltas, vestidita de muñeca que parece un manga japonés si no fuera porque el que va disfrazado de Geppetto rompe la escena.
Coppelia disfruta en sus pliés, y de no ser por un móvil que le ha desconcertado levemente juraría haberse visto en una pompa dorada. La ovación es unánime… excepto dos jóvenes con el pelo alborotado y los ojos de dilatadas pupilas que se escabullen mientras el público en pie aplaude con fuerza.
Lydia se lia un canuto tras haberse desahogado con su novio que ya se marcha. Seguramente no volverán a verse. La bailarina toma un café frente a Mario, cuyos ojos presagian  una larga noche de pasión… que volverá a repetirse.

martes, 1 de mayo de 2012

Coppelia



El despertador cambió a las 07:00 y la bailarina de plástico comenzó a girar con los brazos extendidos mientras la música de Léo Delibes le hizo abrir los ojos.

Un leve rayo se filtraba por la ventana iluminando el rotar de la muñequita, que toscamente paró cuando la suave mano de Patricia oprimió el OFF.

Quiso apurar unos minutos más el calor de las sábanas, entreabriendo la mirada hacia el armario que todas las noches cierra con llave desde que vio “IT”. Como si de un viejo ordenador se tratase, su mente claquetea conforme el sistema operativo enciende sistemas: pies…ok –gemelos…ok – glúteos…ok - codos… nok, el izquierdo sigue molestándome un poco, aunque algo menos que anoche -  hombros y cuello… ok, pero  algo cargados - Status final…OK.

 Repasa lo que acontecerá a lo largo del día, encapsulando las imágenes en pompas de jabón; amarillas, las que le harán brillar las pupilas; en marrón, las escenas que le gustaría evitar;  y en un color dorado intenso, Mario José, con quien espera poder comer hoy, convirtiéndose en un sol planetario alrededor del cual giran todas las demás eclípticamente.

El tiempo pasa y no se puede recuperar, así que si no quiere perder el autobús tendrá que saltar de la cama y darse vida. El suelo helado, pasos cortos y rápidos para que sus dedos no terminen de congelarse, ducha, el agua está fría, enjabonarse, deja de pensar en pompas que vas tarde, albornoz, vístete deprisa, prepara el desayuno a la vez que mete en su bolsa las zapatillas de ballet, busca las llaves y con el abrigo en la mano mordiendo una tostada, cierra la puerta de su casa despacio, para que Doña Maricarmen no se queje de los portazos otra vez y le sermonee en cuanto se vean.

La parada no está muy lejos, bajo la marquesina se maquillará con su espejito para dar los últimos retoques, como siempre.  Abre el bolsillo lateral de la bolsa de deporte para sacar el estuche de pinturas cuando el fogonazo de sus calentadores sobre el radiador le estalla en un flash. Los puso anoche allí para que se secasen con el último grado calefactado y no los lleva puestos.

Patricia12 no ve al autobús en la distancia. Duda entre volver sobre sus pasos a recogerlos o pasar sin ellos.



Acto 1

Patricia1 decide no subir por ellos, si pierde el autobús llegará tarde. Maldice porque sabe que a Mario le gusta verla con esos calentadores puestos. Se los regaló cuando se conocieron en el viaje a Venecia, aquel día que ella se torció el tobillo y tuvo que quedarse en el hotel sin poder salir. Se habían visto la noche anterior al unirse los dos grupos de la Escuela de Artes: músicos y bailarines. Enseguida congeniaron, tan distintos el uno del otro y tan parecidos en lo básico. Atraídos por lo desconocido con la seguridad de lo conocido. Desde la vuelta del viaje, flirtean con la mirada, juegos de palabras y coqueteos inocentes. Hoy han dado un paso más y han quedado para comer solos, huirán de la compañía de todos sus amigos para esconderse en el bar Morfeo.

Al bajar del autobús, Patricia1 piensa únicamente en su cita y salta al bordillo mirando la regia fachada de piedra, en cuyo interior ya está Mario junto a la máquina de café. Lástima que el timbre ordene entrar a las clases, sin impedir que se guiñen un ojo y él le mire el trasero al pasar.

El ensayo es exigente, pero disfruta con el esfuerzo y el reto. Víctor anuncia en alto que Patricia1 será la primera bailarina, Andreina la reserva. Algunos aplausos entre el resto de la compañía, dividida entre las dos chicas.

Durante el entreacto aprovecha para tomar un zumo y reponer fuerzas sentada junto al espejo. Si se acercase a la puerta tal vez consiguiera ver a Mario por los pasillos cambiando de aula, pero prefiere saciar su sed y descansar.

Cuando por fin la clase termina, Víctor le felicita por el trabajo citándola para el siguiente ensayo. Quedan pocos para la gran fecha.

Entre la marea de gente dos manos se encuentran dirigiendo los pasos  en la misma dirección, donde una mesa arrinconada les espera. Bocadillos apetitosos, sonrisas abundantes, pies encontradizos y hombros que se golpean. Después volverán paseando por el parque, dejando que el sol les recuerde que están vivos. No se siente uno así muchas veces en la vida.

Y sin quererlo llegan hasta la escuela, donde el bullicio y la muchedumbre les devuelven al anonimato,  sin decirse aún lo que ambos sienten,  dejándose ir con una mirada triste.

Patricia1 se mira los pies al caminar hacia la parada del  que le retornará a su casa. Deja la bolsa sobre el banco de la marquesina para sentarse  a esperar.

Y no sólo al autobús.


Acto 2


Patricia2 decide subir de nuevo a su piso, sabe que Mario sonreirá cuando le vea entrar con los calentadores sobre los zapatos de tacón. Corre hasta la puerta donde deja caer su bolsa desde la espalda y zapatea rápido sobre los peldaños hasta el segundo piso. Lleva ya las llaves en la mano y abre la puerta sin parar a pensar, buscándolos con la mirada. En un movimiento de ballet casi estudiado, gira sobre su punta, se estira hasta agarrarlos y termina con un pequeño saltito de nuevo en el rellano. Cierra de un sonoro portazo, que Doña Maricarmen reprobará  y por el que le caerán dos frases en el próximo encontronazo con ella. Carga la maleta deportiva nuevamente y tan solo puede observar como a escasos metros el autobús dobla la esquina para desaparecer. Mierda.

                        La clase ha comenzado cuando ella se incorpora y pese a deslizarse sin hacer ruido evitando molestar, Víctor se le acerca sigiloso para decirle al oído: - Andreina, hará de Coppelia. Tú serás la reserva. A la hora de la comida te quiero aquí recuperando lo que te has perdido -. La vergüenza momentánea deja paso al desvanecimiento de sus planes con Mario, hasta que cae en la cuenta que no hará de protagonista en la función. Quizás por todo esto hoy se emplea a fondo, marca bien los gestos y pasos, salta dura y elástica, pareciendo flotar como si el viento arrastrase la hoja de Forrest Gump.
           
                        Durante el descanso, entreacto del ensayo, montó guardia sobre el cristal redondo de la puerta, escudriñando el pasillo a la espera de verle pasar y contarle lo sucedido, pero no lo ve.

                        El resto de la mañana se convierte en un vaivén de emociones, intensos saltos y sudorosos tempos, con leves gestos apenas ajustados. Finalmente todos marchan a comer y reza porque Mario aguante en El Morfeo lo suficiente como para darle tiempo a llegar.  Víctor le exige lo mejor durante dos horas, hasta que le confiesa que el papel de Coppelia es suyo y que Andreina ya sabe que es la reserva. Un beso de luz y un correr de felicidad le hacen ponerse los zapatos de tacón sobre las mallas con los calentadores y pese a que no pierde ni un instante en arreglarse, cuando llega al bar, se encuentra desierto.

            Mascando un bocadillo lentamente por el parque vuelve a la parada de la Escuela.

 Deja la bolsa sobre el banco de la marquesina para sentarse  a esperar.

Y no sólo al autobús.



Volver del 12

            Patricia1... Patricia2....Patricia12....Patricia entra en cuanto las puertas sueltan aire y se abren. Marca su tarjeta buscando el asiento de siempre. El penúltimo de la derecha en la ventanilla. Ése en el que tantas veces ha vuelto derrotada a casa. El mismo en el que sueña despierta e imagina que Mario le rodea con sus brazos para decirle que le quiere.

            Ni siquiera ha podido despedirse, quizás el mejor momento para haberle dado un beso. Tampoco ha quedado para mañana, aunque sabe que estará en la máquina de café diez minutos antes de entrar y espera no olvidarse sus calentadores.

            El autobús se aleja y ella ve una silueta en la puerta de su casa. Teme que doña Maricarmen le vuelva a recriminar los ruidos a las horas tempranas, así que se sube la capucha de la sudadera y mirando al suelo acelera el paso con el ánimo de no detenerse.

Segundos después, pese a querer esquivar a quien se interpone en la entrada, Patricia se da de bruces con una voz que le dice que le quiere.

Es Mario.

 Y lleva una rosa eterna entre las manos.

martes, 28 de febrero de 2012

Mucho tiempo

Se que ha sido mucho tiempo el transcurrido desde mi última entrada. Fuerza mayor. Pido disculpas.

Agradezco vuestros comentarios, los he leído todos y todos me han aportado su mensaje. Gracias por no olvidarme.

He vuelto. Se acerca la primavera... Tellerda reverdece. La musa lo inundará todo.

También quiero acordarme de ti, de ese lector que quiere aportar. Estoy trabajando en un nuevo libro de Tellerda, no quiero desvelar más, pero si tú quieres que se nombre, se trate, verse o incluso, quien sabe, si un protagonismo especial para una localidad, un alimento típico, un hecho Histórico sucedido y olvidado, o una anécdota familiar.... suéltala... quien sabe si te recojo el guante.

Otros ya lo hicieron: Lagunarrota, Triste, el Pan de Bailo, Jánovas... no prometo nada, pero sabeis que me ponen especialmente estas cosas.

Os espero, mientras tanto sigo escribiendo en la sombra de mi lumbre.