Ilustración: ikado
- ¡Abandonad el barco! ¡Sálvese quien pueda! – se escuchó gritar. Y si quedaba algo de esperanza, nos abandonó.
La orden dada era una carta en blanco para perder la compostura y luchar por nuestras vidas. La marinería tomó maderas y barriles en desorden, lanzándose por las troneras o saltando entre todo lo que ya flotaba. El padre Romualdo, rezaba con un rosario entre las manos, siendo mecido cada vez más fuerte. Félix y yo, cogimos dos odres vacíos y los soplábamos cuanto podíamos mientras recorríamos la nave, con el agua por las rodillas, buscando las escaleras de proa, y antes de subirlas, nos entretuvimos en atar con dos cordeles el aire que nos haría falta para flotar, puesto que ninguno de los dos sabíamos nadar. El San Mateo pareció quejarse de que las olas lo retorciesen y se oyó un fuerte crujido que terminó por partir la cuaderna de nuestra diestra. Fui lanzado por la fuerza del agua contra el costado contrario, y cuando me recompuse, Félix yacía con el agua al cuello, atrapado por medio barco sobre sus piernas. Hice todo lo que pude, más era claro que no podría desembarazarlo, y en el caso de que lo lograse, que ya no podría andar nunca. Sobre nuestras cabezas, una viga maestra que soportaba la cubierta amenazó partirse, y yo me coloqué bajo ella como si un puntal fuese, por evitar que cuando finalmente cediese, le aplastase la cabeza a mi fiel amigo. Así permanecí algunos segundos, mirando sus ojos como siempre enteros, su boca escupir el agua una vez tras otra, y sus brazos agarrados a mis piernas.
- Lo siento, Félix. Siento haberte embarcado, y que tengamos que morir tan lejos de casa – y apreté mis dientes.
Recordé los verdes montes de Tellerda, cómo crecimos juntos, primos hermanos, criados sin madres, entre rebaños de vacas y gentes rudas, pues nuestros padres nos dejaban al cargo del abuelo Ruché, quien con el fin de procurarnos sustento nos alquilaba como pastores los más de los días, para subir los rebaños a los pastos en primavera y recorrer los valles en su busca a finales de otoño. Soñábamos con emular a nuestros mayores, en acompañarlos con sus Tercios y en volver cargados de oro, famosos y bravos, llenos de historias heroicas, cicatrices, y con un buen nombre ganado en la toma de alguna ciudad o, la amistad confirmada en un épico trance espalda contra espalda, espada en mano y decenas de enemigos rodeándonos. Porque nuestra amistad estaba fuera de toda duda y, pasase lo que pasase, seríamos como hermanos, uno junto al otro, hasta el final. Como nuestros padres, hermanos de sangre y de armas, a quienes tantas veces habíamos visto encarar la desgracia unidos, hombros prietos, hundiéndose juntos en la miseria y redoblando esfuerzos tendiéndose la mano para levantarse el uno al otro. Tantas historias que el abuelo nos contaba los inviernos en la bancada frente a la lumbre; de cómo lloraron juntos las muertes de sus esposas; de porqué mi padre se alistó voluntario tras arrestar a mi tío por un oscuro trance con el alguacil de Aínsa que terminó con sentencia de tres años en los Tercios; y, experiencias que siempre terminaban con la enseñanza de la necesidad de permanecer los dos primos unidos hasta el fin.
Un golpe de agua en mi rostro me devolvió de mis recuerdos, resolví gritar pidiendo ayuda, aún a sabiendas que nadie vendría. Tal vez lo hice para ahuyentar mi espanto, o tal vez, para liberar la rabia de aquel final. Félix entre sus ahogos me suplicó que me fuese, y le recordé nuestro juramento, sobre la tumba del abuelo. Con la misma claridad que pasó, le volví a revivir el suceso…
Fortuño nos encontró peleando detrás del abrevadero, como tantas veces, solo que ésta, no se nos unió y permanecía en pie, con los ojos temblorosos, sin hablar esperando nuestra pregunta. Se derrumbó al decirnos que se había encontrado al abuelo caído en el collado de Cotiella, sin vida, desconociendo la causa de su muerte, aunque parecía ser por su final natural, pues ya contaba vividas más de cincuenta y seis cosechas. Cuando todos nos dejaron solos, frente a la lápida en la que tan solo aparecía su nombre labrado, lloré la pena y le dije a mi primo que me sentía sólo. Félix me tomó por los hombros y expresó que nunca lo estaría. Lo pronunció serio, mirándome a los ojos y con un tono que nunca volví a ver en su rostro. Después sacó de sus riñones una pequeña daga que siempre llevaba y se tajó en la siniestra, dejando caer unas gotas de sangre sobre la tumba. Me ofreció el arma, y me corté en la misma mano hasta que manché de rojo color…
- ¡Así que cállate porque de aquí saldremos los dos o ninguno! – le espeté desde mi postura, metiéndole la bota bajo la espalda para que pudiese encorvar la cabeza sobre el agua y respirar mejor. – Deberías estar en Zaragoza, con la bella María, en vez de aprisionado en un galeón a la deriva -.
Me pareció volver a oler su fragancia suave, comprada seguramente en alguno de los puestos del arrabal, a extramuros, y me dejé transportar al momento que llegamos por primera vez a tan fabulosa ciudad, a la que fuimos tras abandonar Tellerda unos meses después de la muerte del abuelo, cuando acudieron nuestros padres al conocer la noticia. Enseguida vimos las cuadras de las posadas y corrales, que se agolpan en la margen izquierda del Ebro, como si quisiesen protegerse las unas a las otras, pues en esta parte no está amurallada la ciudad. El camino termina convirtiéndose en una calle en la que sólo uno de los lados dispone de casas, la mayor parte negocios de comerciantes, y mancebías, junto con algunos locales de juego de dudosa reputación. Pero sin duda, durante la mañana, el trasiego es de gentes comunes cerrando tratos, cargando carros, puestos de ventas ambulantes y soldados saliendo de sus habitaciones. Siguiendo, todo proviene de un fabuloso puente de piedra, con torres fuertes al principio y en su mitad, que protegen el paso y venden los frutos de las fértiles huertas cercanas. Alcanzando la otra orilla, Zaragoza se muestra impresionante, con buenas casas y edificios, muchos construidos en ladrillo, material que apenas había visto utilizar hasta entonces, calles empedradas o adoquinadas, y gruesas murallas en todo su perímetro. Sobresaliendo por encima de todos los tejados, se veía el cimborrio de la catedral de El Salvador, cuya plaza mostraba una activa vitalidad. Los carreteros con los que veníamos nos habían recomendado una posada en el barrio de los tejedores, que aunque humilde, era lugar para hidalgos y gentes de bien, con buena comida y sin humedades, tan malas para la salud de mi tío. Fueron buenos días los vividos en la capitalidad de Reino de Aragón; buena la comida, las amistades, los festejos de las calles, y el vino que servía la Taberna del Cucho. Félix los pasó andando en líos de amores con María, una preciosa joven hija de un famoso carnicero, a la que iba a rondar todas las tardes, y algunas noches. Aquella mujer nos distanció lo justo, y mientras yo salía camino del vino, él lo hacía para enamorarla, y cuando yo regresaba con los sentidos adormilados y las más de las veces ebrio, encontraba la habitación vacía porque habría encontrado mejor acomodo en un catre más caliente. Lo cierto es que con el correr de los días llegué hasta no saber de él, y el día de San Pascual me lo encontré vestido de gala saliendo de misa de doce de la iglesia de la Virgen del Pilar, de la que María, según parece era muy devota.
Pero cuando sólo se saca de la bolsa, las monedas disminuyen hasta terminarse, y siendo como éramos cuatro bocas, pronto desapareció el poco oro que llevamos y tuvimos que pensar en emplearnos; nosotros como guardas para los Salazar, y Félix… como ayudante en cierta carnicería. En éstas, se vino a sumar el empeoramiento de mi tío, de tal gravedad que fue necesario acercarlo hasta el hospital, afamado en toda España por su generosidad y tratos con los desfavorecidos, que disponía de más de doscientas camas incluyendo salas para las parturientas. Pero el buen hacer de los cirujanos y doctores no pudieron más que recomendarle paseos por los cabezos y senderos del sur, buscando el aire limpio y el sol seco de extramuros. Se nos alertó de la gravedad, y le vimos apagarse durante el siguiente mes, hasta que se extinguió su vida el siete de agosto.
Mi padre no supo seguir sólo, y terminó emboscado en una celada en el camino de Tudela. La rabia que sentí al verlo tendido en el suelo, atravesado de parte a parte varias veces, soy incapaz de narrarla. Tal vez baste decir que desandé hasta la Puerta de Toledo, ya cerrada a esas horas, golpeándola hasta que la guardia la abrió de malos modos, con gritos y votoatales. Sin encomendarme a santo alguno, con mis puños desnudos los derribé, y una vez en el suelo, los mancillé desarmándolos, huyendo con sus hierros por la plaza del mercado hasta nuestra casa en la Angosta de San Pablo. Sabía perfectamente quienes habían sido los asesinos y dónde estarían a esas horas. Yo tiritaba, de impaciencia, de nervios contenidos, de malasangre... o de miedo. Hasta entonces no me había percatado que Félix estaba en mi misma habitación, colgándose un peto y un cinturón con espada de los que había hurtado a los soldados. Fui a ponerme el otro que se encontraba sobre el camastro, pero mi hermano me tendió las armas de mi padre. Al verlas, me giré para ver su agria cara, mostrándole mis lágrimas sin pudor. Tan sólo me agarró por la nuca con sus fuertes manos, pero reconfortó mi alma sin piel. Suerte tuve que uno de Aínsa, José Costar, se hallase en aquel tugurio y me prendiese antes, haciendo honor a su empleo de corchete, y que por viejas deudas hacia la persona de mi padre, me diese cuatro horas de ventaja antes de avisar al alguacil de mi huída. Félix no se lo pensó ni un momento y partió conmigo, dejando atrás una vida futura más tranquila, con quien criar hijos y la seguridad de comer carne todos los días. Por contra, asumió su compromiso de sangre y aceptó sin reparos la vida de huidos que nos esperaba.
- ¡Abandonad el barco! ¡Sálvese quien pueda! – se escuchó gritar. Y si quedaba algo de esperanza, nos abandonó.
La orden dada era una carta en blanco para perder la compostura y luchar por nuestras vidas. La marinería tomó maderas y barriles en desorden, lanzándose por las troneras o saltando entre todo lo que ya flotaba. El padre Romualdo, rezaba con un rosario entre las manos, siendo mecido cada vez más fuerte. Félix y yo, cogimos dos odres vacíos y los soplábamos cuanto podíamos mientras recorríamos la nave, con el agua por las rodillas, buscando las escaleras de proa, y antes de subirlas, nos entretuvimos en atar con dos cordeles el aire que nos haría falta para flotar, puesto que ninguno de los dos sabíamos nadar. El San Mateo pareció quejarse de que las olas lo retorciesen y se oyó un fuerte crujido que terminó por partir la cuaderna de nuestra diestra. Fui lanzado por la fuerza del agua contra el costado contrario, y cuando me recompuse, Félix yacía con el agua al cuello, atrapado por medio barco sobre sus piernas. Hice todo lo que pude, más era claro que no podría desembarazarlo, y en el caso de que lo lograse, que ya no podría andar nunca. Sobre nuestras cabezas, una viga maestra que soportaba la cubierta amenazó partirse, y yo me coloqué bajo ella como si un puntal fuese, por evitar que cuando finalmente cediese, le aplastase la cabeza a mi fiel amigo. Así permanecí algunos segundos, mirando sus ojos como siempre enteros, su boca escupir el agua una vez tras otra, y sus brazos agarrados a mis piernas.
- Lo siento, Félix. Siento haberte embarcado, y que tengamos que morir tan lejos de casa – y apreté mis dientes.
Recordé los verdes montes de Tellerda, cómo crecimos juntos, primos hermanos, criados sin madres, entre rebaños de vacas y gentes rudas, pues nuestros padres nos dejaban al cargo del abuelo Ruché, quien con el fin de procurarnos sustento nos alquilaba como pastores los más de los días, para subir los rebaños a los pastos en primavera y recorrer los valles en su busca a finales de otoño. Soñábamos con emular a nuestros mayores, en acompañarlos con sus Tercios y en volver cargados de oro, famosos y bravos, llenos de historias heroicas, cicatrices, y con un buen nombre ganado en la toma de alguna ciudad o, la amistad confirmada en un épico trance espalda contra espalda, espada en mano y decenas de enemigos rodeándonos. Porque nuestra amistad estaba fuera de toda duda y, pasase lo que pasase, seríamos como hermanos, uno junto al otro, hasta el final. Como nuestros padres, hermanos de sangre y de armas, a quienes tantas veces habíamos visto encarar la desgracia unidos, hombros prietos, hundiéndose juntos en la miseria y redoblando esfuerzos tendiéndose la mano para levantarse el uno al otro. Tantas historias que el abuelo nos contaba los inviernos en la bancada frente a la lumbre; de cómo lloraron juntos las muertes de sus esposas; de porqué mi padre se alistó voluntario tras arrestar a mi tío por un oscuro trance con el alguacil de Aínsa que terminó con sentencia de tres años en los Tercios; y, experiencias que siempre terminaban con la enseñanza de la necesidad de permanecer los dos primos unidos hasta el fin.
Un golpe de agua en mi rostro me devolvió de mis recuerdos, resolví gritar pidiendo ayuda, aún a sabiendas que nadie vendría. Tal vez lo hice para ahuyentar mi espanto, o tal vez, para liberar la rabia de aquel final. Félix entre sus ahogos me suplicó que me fuese, y le recordé nuestro juramento, sobre la tumba del abuelo. Con la misma claridad que pasó, le volví a revivir el suceso…
Fortuño nos encontró peleando detrás del abrevadero, como tantas veces, solo que ésta, no se nos unió y permanecía en pie, con los ojos temblorosos, sin hablar esperando nuestra pregunta. Se derrumbó al decirnos que se había encontrado al abuelo caído en el collado de Cotiella, sin vida, desconociendo la causa de su muerte, aunque parecía ser por su final natural, pues ya contaba vividas más de cincuenta y seis cosechas. Cuando todos nos dejaron solos, frente a la lápida en la que tan solo aparecía su nombre labrado, lloré la pena y le dije a mi primo que me sentía sólo. Félix me tomó por los hombros y expresó que nunca lo estaría. Lo pronunció serio, mirándome a los ojos y con un tono que nunca volví a ver en su rostro. Después sacó de sus riñones una pequeña daga que siempre llevaba y se tajó en la siniestra, dejando caer unas gotas de sangre sobre la tumba. Me ofreció el arma, y me corté en la misma mano hasta que manché de rojo color…
- ¡Así que cállate porque de aquí saldremos los dos o ninguno! – le espeté desde mi postura, metiéndole la bota bajo la espalda para que pudiese encorvar la cabeza sobre el agua y respirar mejor. – Deberías estar en Zaragoza, con la bella María, en vez de aprisionado en un galeón a la deriva -.
Me pareció volver a oler su fragancia suave, comprada seguramente en alguno de los puestos del arrabal, a extramuros, y me dejé transportar al momento que llegamos por primera vez a tan fabulosa ciudad, a la que fuimos tras abandonar Tellerda unos meses después de la muerte del abuelo, cuando acudieron nuestros padres al conocer la noticia. Enseguida vimos las cuadras de las posadas y corrales, que se agolpan en la margen izquierda del Ebro, como si quisiesen protegerse las unas a las otras, pues en esta parte no está amurallada la ciudad. El camino termina convirtiéndose en una calle en la que sólo uno de los lados dispone de casas, la mayor parte negocios de comerciantes, y mancebías, junto con algunos locales de juego de dudosa reputación. Pero sin duda, durante la mañana, el trasiego es de gentes comunes cerrando tratos, cargando carros, puestos de ventas ambulantes y soldados saliendo de sus habitaciones. Siguiendo, todo proviene de un fabuloso puente de piedra, con torres fuertes al principio y en su mitad, que protegen el paso y venden los frutos de las fértiles huertas cercanas. Alcanzando la otra orilla, Zaragoza se muestra impresionante, con buenas casas y edificios, muchos construidos en ladrillo, material que apenas había visto utilizar hasta entonces, calles empedradas o adoquinadas, y gruesas murallas en todo su perímetro. Sobresaliendo por encima de todos los tejados, se veía el cimborrio de la catedral de El Salvador, cuya plaza mostraba una activa vitalidad. Los carreteros con los que veníamos nos habían recomendado una posada en el barrio de los tejedores, que aunque humilde, era lugar para hidalgos y gentes de bien, con buena comida y sin humedades, tan malas para la salud de mi tío. Fueron buenos días los vividos en la capitalidad de Reino de Aragón; buena la comida, las amistades, los festejos de las calles, y el vino que servía la Taberna del Cucho. Félix los pasó andando en líos de amores con María, una preciosa joven hija de un famoso carnicero, a la que iba a rondar todas las tardes, y algunas noches. Aquella mujer nos distanció lo justo, y mientras yo salía camino del vino, él lo hacía para enamorarla, y cuando yo regresaba con los sentidos adormilados y las más de las veces ebrio, encontraba la habitación vacía porque habría encontrado mejor acomodo en un catre más caliente. Lo cierto es que con el correr de los días llegué hasta no saber de él, y el día de San Pascual me lo encontré vestido de gala saliendo de misa de doce de la iglesia de la Virgen del Pilar, de la que María, según parece era muy devota.
Pero cuando sólo se saca de la bolsa, las monedas disminuyen hasta terminarse, y siendo como éramos cuatro bocas, pronto desapareció el poco oro que llevamos y tuvimos que pensar en emplearnos; nosotros como guardas para los Salazar, y Félix… como ayudante en cierta carnicería. En éstas, se vino a sumar el empeoramiento de mi tío, de tal gravedad que fue necesario acercarlo hasta el hospital, afamado en toda España por su generosidad y tratos con los desfavorecidos, que disponía de más de doscientas camas incluyendo salas para las parturientas. Pero el buen hacer de los cirujanos y doctores no pudieron más que recomendarle paseos por los cabezos y senderos del sur, buscando el aire limpio y el sol seco de extramuros. Se nos alertó de la gravedad, y le vimos apagarse durante el siguiente mes, hasta que se extinguió su vida el siete de agosto.
Mi padre no supo seguir sólo, y terminó emboscado en una celada en el camino de Tudela. La rabia que sentí al verlo tendido en el suelo, atravesado de parte a parte varias veces, soy incapaz de narrarla. Tal vez baste decir que desandé hasta la Puerta de Toledo, ya cerrada a esas horas, golpeándola hasta que la guardia la abrió de malos modos, con gritos y votoatales. Sin encomendarme a santo alguno, con mis puños desnudos los derribé, y una vez en el suelo, los mancillé desarmándolos, huyendo con sus hierros por la plaza del mercado hasta nuestra casa en la Angosta de San Pablo. Sabía perfectamente quienes habían sido los asesinos y dónde estarían a esas horas. Yo tiritaba, de impaciencia, de nervios contenidos, de malasangre... o de miedo. Hasta entonces no me había percatado que Félix estaba en mi misma habitación, colgándose un peto y un cinturón con espada de los que había hurtado a los soldados. Fui a ponerme el otro que se encontraba sobre el camastro, pero mi hermano me tendió las armas de mi padre. Al verlas, me giré para ver su agria cara, mostrándole mis lágrimas sin pudor. Tan sólo me agarró por la nuca con sus fuertes manos, pero reconfortó mi alma sin piel. Suerte tuve que uno de Aínsa, José Costar, se hallase en aquel tugurio y me prendiese antes, haciendo honor a su empleo de corchete, y que por viejas deudas hacia la persona de mi padre, me diese cuatro horas de ventaja antes de avisar al alguacil de mi huída. Félix no se lo pensó ni un momento y partió conmigo, dejando atrás una vida futura más tranquila, con quien criar hijos y la seguridad de comer carne todos los días. Por contra, asumió su compromiso de sangre y aceptó sin reparos la vida de huidos que nos esperaba.
- ¡Juan! ¡Ayúdanos por Dios! – le grité en cuanto lo vi salir de la bodega camino de cubierta. Se acercó dubitativo, y al ver la estampa se aferró a la misma viga que yo soportaba. Mas le rogué que buscase un fuerte madero que me sustituyese como puntal o que apalancase la presa que tenía atrapado a Félix. El mozo intentó como pudo desembarazarlo, inútilmente, y tras desistir, trajo una parte de lo que debió ser el palo de trinquete clavándolo en paralelo a mi costado. Solté al fin, libre del esfuerzo, sintiendo unos terribles pinchazos en mis brazos que se desplazaron por mi espalda haciéndome caer sobre el agua junto a la cabeza de mi hermano, que ya se encontraba al borde de la muerte, pues tragaba mas agua que aire respiraba.
Al bueno de Juan de Campoo, lo conocimos en Valladolid, al poco de nuestra llegada, por ocupar la habitación anexa de la pensión en la que nos hospedábamos. Pronto hicimos buenas migas los tres, pues ser de edad pareja y provenir de fuera, une a los hombres por lo común. Junto a él buscamos ocupaciones por toda la ciudad, pasando por mozos de carruaje, como correos, porteadores para los tejedores, y Félix llegó a entrar al servicio del capitán Cinto, ya retirado de los Tercios y necesitado de un pastor que le cuidase las decenas de cabezas de ganado que tenía en su hacienda a las afueras de la ciudad. Sin duda mi hermano se hubiese labrado un gran porvenir, pues aparte de conocer a los terneros como nadie, se supo hacer querer por el capitán, quien casi con certeza vio en él al hijo que nunca concibió. Pese a todo, nuestra situación era bien apurada y siempre en disputas por el pago de la pensión, así que el capitán nos ofreció un pajar sin uso que tenía al final de la Rúa a cambio de ayudarle a Félix cuando lo dispusiese. Bastantes meses permanecimos entre el ronronear de los estómagos y el ocio de la falta de ocupaciones, hasta que las noticias de abundantes pagas nos animaron a movernos hacia La Coruña, de donde provenían rumores de necesitarse brazos para la mas grande reunión de barcos jamás vista. Cinto nos aseguró que iba a partir desde Lisboa “La Felicísima”, como la había denominado el segundo rey Felipe, y que haría parada en el puerto coruñés para unirse a la que allí se encontraba. El propósito de tal Armada no era otro que el de la conquista de la odiosa hereje Inglaterra que no cejaba en sus intenciones de oponerse a España en todos los frentes, de Flandes a las Américas. Así que, preparamos el hatillo y partimos, no sin antes rechazar las bondadosas palabras que el capitán le dedicó a Félix para retenerle a su lado.
- No queda nadie más en el barco a quien poder pedir ayuda – dijo Juan desistiendo de su intento de apalancar – no podemos desembarazarlo, debemos irnos antes de que se parta y nos aplaste a los tres -. Le dije que se fuese y rezase por ambos, cosa que hizo el vallisoletano como pudo, apartando todo lo que flotaba y avanzando contracorriente del agua que entraba por todos los lados. Se esfumó por una enorme brecha a unas veinte varas de nosotros y supuse que sintió lo mismo que cuando llegamos a La Coruña y, al atravesar sus calles, contemplamos el puerto.
Quedamos sorprendidos sobremanera, nunca habíamos visto un barco, y allí no había sino decenas de ellos: atracados, fondeados, anclados... un verdadero bosque de palos mayores, mesanas y trinquetes. La actividad marinera era muy intensa en aquel momento, pues había que terminar las labores de aprovisionamiento con urgencia porque gran parte de la flota se encontraba en alta mar a la espera. Tras encontrar al alistador, se nos encomendó al galeón San Mateo, un barco de dos puentes y tres palos, con treinta y cuatro cañones, más alto que cualquiera de las casas de Tellerda, de proa redonda, robusto, y para el que decían se tuvieron que talar más de dos mil árboles de porte. El resto del día lo pasamos subiendo bastimentos: toneles de agua, cajones de bizcocho, cargas de pólvora y, sacos de arena – para empapar la sangre, nos dijeron -. Al anochecer el navío zarpó, con nosotros a popa en cubierta, asombrados de que una montaña como aquella fuese capaz de flotar, pero podría explicarse porque el mar es tan grande... usted no podrá imaginarlo si no lo ha visto, mayor que cualquier lago que conozca y cientos de veces más grande que el Ibón de Cotiella, incluso parece no tener fin, cosa a todas luces imposible, pues en algún sitio debe estar la otra orilla, seguramente en la nombrada Inglaterra.
Crujió por penúltima vez el madero que apuntalaba nuestras cabezas. Mi corazón se encogía en cada trago de mar que a Félix le restaba la vida e impotente tiré de él con fuerza para sólo conseguir que el agua se tiñese de rojo, que el pobre aullase de dolor y que me pidiese aceptar el final. No tuve tiempo para la réplica, pues el San Mateo anegado en sus entrañas se desbarató con gran estrépito contra un arenal de Zelanda.
Según me dijeron, me hallaron bocabajo en la costa, junto a muchos otros cuerpos sin vida de la tripulación. El de mi hermano, el mar no lo arrojó y yo quedé aquí, en Flandes, a la espera de que Félix, el puntal de mi vida, volviese del fondo para juntos regresar a Tellerda.
2 comentarios:
Brindo por todos los pastores del pirineo, recios y valientes. Brindo por los hermanos de sangre, hombres de honor y de palabra, que saben mantenerla hasta el final. Brindo por estás lágrimas, que me traen su recuerdo imborrable. Y brindo por el escritor que esta noche me habló de ellos.
Animo, se publica mucho que no se lee y por supuesto se lee mucho de lo que no se publica ¿que es lo más importante? Tu mismo
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